"Empezaremos este ‘no-blog’ con una de las informaciones más sorprendentes que he encontrado publicada en HERALDO. Les pongo en antecedentes: marzo de 1936, poco antes de que estalle la guerra civil; una peluquería en la calle de Pignatelli de Zaragoza; dos amigos; una apuesta. Por un lado, Jorge Barrachina, propietario de la posada de Santo Domingo (anteriormente, posada del Chapero); por otro, Julián López, dueño de una carnicería en la calle de la Paja. Una palabrita por aquí, otra palabreja por allá, llega el pique y la apuesta: en la citada posada se guisarían veinte pollos, y el que no consiguiera comerse los diez que le tocaban invitaría al otro a una jarra de cerveza. Leído hoy, no hay quien se lo crea. Pero un fotógrafo del periódico (Martínez Gascón) estaba allí. Y tiempo después (26 de abril) lo contó con su jugosa pluma Emilio Colás Laguía:
En un principio, la cosa realmente no tuvo nada de particular. Los primeros pollos y los segundos, y hasta los terceros, pasaron de la cazuela a los estómagos de cada uno de los comensales como un ‘piscolabis’ de mayor cuantía, pero sin dar al suceso una desusada importancia.
Cuando les presentaron a cada uno de los protagonistas de la original apuesta el cuarto pollo, ya cambió un tanto la decoración. Claro está que se engulleron, cada cual el suyo, sin hacer aspavientos exagerados, pero ya se les veía forzar la máquina digestiva.
El quinto pollo, sin duda por aquello que dice ‘el quinto no matarás’, lo despacharon los dos tomándose un más que prudencial tiempo. Cosa de media hora invertirían en ello.
Entonces, uno de los amigos presentes propuso conceder a los dos hombres una tregua. Un descanso de media horita para que pudiesen estirar un poco las piernas y se preparasen a llevar a cabo la segunda parte del programa.
Aquel respiro fue para los dos como mano de santo. Se levantaron de sus asientos, se desperezaron, estrecharon unas cuantas manos que se les tendían en cordial felicitación y dieron unos paseos por el amplio patio de la posada.
Y comenzó el segundo acto. Parecía, al atacar cada uno de los comensales su sexto pollo, que empezaban entonces a comer. ¡Con cuánta fruición despedazaban al animalito y se lo engullían! Bueno será advertir, y para que el diablo no se nos lleve por la mentira, que a partir de los pollos sextos de la serie nos pareció que eran bastante ‘menos pollos’ que los anteriores. ¡Vamos!…. ¡Que eran unos vulgares tomateros!…
A partir del pollo séptimo notamos también que ninguno de los dos cataba el pan. Y no nos dejemos nada en el tintero. Anteriormente tampoco le habían hecho mucho caso. No creemos que despachasen un pan de cinta entre los dos… en toda la comida.
Cuando les presentaron el octavo pollo… empezamos a sentir un poco de lástima por aquellos hombres, que ya comenzaban a congestionarse y no tenían alientos ni para contestar a las bromas que les daban algunos mirones.
¡Y llegó el final!… Ante cada comensal, pusieron las dos aves que les quedaban en la cuenta para cumplir la apuesta.
Bien pronto echamos de ver que ninguno de los dos podía ni con el pelo. El señor Jorge, más animoso que su compañero, se preparó a descuartizar uno de los dos volátiles. Y el señor Julián se dispuso a hacer lo propio.
¡Para qué les vamos a contar a ustedes!… Se los comieron, naturalmente. Pero con lo que dejaron adherido a los huesos podía haber comido una familia.
Los dos últimos pollos, por acuerdo de ambos tragones, los trincharon en una sola fuente… Y a petición unánime del público… se levantaron de la mesa, dejando más de la mitad de todo aquel conjunto de muslos, pechugas y demás menudencias…
Eran las diez y cuarto de la noche. Una salva de aplausos resonó en todo el caserón de la calle de Pignatelli, y los dos héroes, acompañados de unos cuantos amigos, se dirigieron al Centro Mercantil para tomar café.
Tras el café vino el coñac y un rato de expansión jocunda. El grupo fue poco a poco reduciéndose hasta quedar solo nuestros dos hombres de la historia y tres o cuatro amigos íntimos.
Comenzó entonces una larga peregrinación por todas las calles del casco viejo y del ensanche de nuestra ciudad. A medida que avanzaba la noche el señor Jorge y el señor Julián se mostraban más locuaces.
Al pasar por una farmacia, alguien compró una lata de bicarbonato, químicamente puro, y se la ofreció a los dos personajes.
Pero ¡oh, dolor!… El señor Julián, en un rasgo de virilidad mal contenida, se acordó de sus aficiones futbolísticas y… le sacudió tal patada a la lata del bicarbonato químicamente puro, que por poco si no hace gol en un foco del alumbrado…
A las tres de la madrugada hicimos todos alto ante la carnicería del industrial don Julián López en la calle de Pignatelli.
Aquel lugar, por lo visto era el designado para la despedida del ‘duelo’. Pero con gran asombro por nuestra parte, vimos que el industrial don Julián López, después de abrir el cierre metálico del establecimiento, nos invitaba a pasar. Y, una vez dentro, descolgaba un jamón y unos salchichones, y cuchillo en ristre, preparaba una buena bandeja de ‘tropezones’ comestibles. Y hecho esto, invitaba al señor Jorge a ‘echar un taquillo’.
-¡El arranque!…. Para bebernos una botella de champagne como final de este día histórico.
-¡Vaya por el arranque y que nos haga buen provecho a todos! -contestó el señor Jorge haciendo honor al obsequio.
Pues así lo contaba Emilio Colás. ¿Qué les parece? ¿Algún lector blogosférico conoce a los protagonistas de esta historia? ¿Saben de alguna otra apuesta insólita?"
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